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sábado, 23 de marzo de 2013

UNA IGLESIA POBRE (primera parte)



“Hay un vacío en el alma que tiene la forma de Dios, que sólo Dios puede llenar”
 (San Agustín)

El Papa Francisco, haciendo honor a lo que evoca su nombre,  ha proclamado su deseo de tener “una iglesia pobre para los pobres”, causando un positivo y esperanzador impacto en el catolicismo. Y no es para menos, pues ha tocado un asunto que a muchos preocupa viendo la deriva de la institución en algunos aspectos, que exige, quizá, una  refundación de la misma. Personalmente, yo también aplaudo sus palabras y comparto su objetivo, aún si no coincidiéramos en la apreciación del término “pobreza”. Su declaración, no obstante, contiene tanto y en tan pocas palabras que invita a una serena reflexión.

La precisión que  establece al manifestar su afán, sugiere al menos dos cosas; primera, que existe un colectivo de  “pobres” en el seno la sociedad, y otros que no lo son; y segunda, que a día de hoy la Iglesia no ha hecho de ellos su objetivo fundamental. La sociedad, pues, parece estar compuesta de ricos y pobres; tácita afirmación que nace de una observación objetiva de la vida y de los hombres, sin duda cierta, pero parcial en sí misma; no general, no universal, no católica; lo cual resulta un tanto  paradójico  viniendo del máximo representante de una iglesia que se autodenomina católica. En tal caso, y si los pobres no son todos, ¿quiénes son los pobres?

Decía en un artículo anterior que el nuevo Papa procedía del Nuevo Mundo (América), y que tal vez su elección fuese un indicio, una señal del “mundo nuevo” al que aspiramos. Decía igualmente que quizá estemos en el inicio de un cambio que nos lleve a vivir de una manera más humana y compasiva, más cercana a la necesidad del “otro” y a su dolor -que también es nuestro- y más decididos a ofrecer nuestro reconocimiento y ayuda a todos los abatidos para que recuperen la memoria de lo que son y con ello su dignidad. ¿Quiénes son “los abatidos, los quebrantados de corazón y los encarcelados” que dieron sentido a la vida de Jesús, referente fundamental y paradigma de la Iglesia?¿Guardan relación con los pobres?

Abatir significa descender, “hacer bajar algo que estaba izado”; y también derribar, “hacer caer algo destruyéndolo”, de donde se deriva abatido, cuyo significado es: desanimado, afligido, angustiado, decaído, deprimido, agobiado, desmoralizado, hundido… Aplicado a los seres humanos, los abatidos, los quebrantados de corazón y los encarcelados definen a un mismo tipo de personas, y vendrían a ser aquéllos que viven atrapados en un sentimiento complejo donde conviven la sensación de haber perdido una posición mejor, con la impresión de que algo valioso ha resultado destruido en la caída, provocándoles una profunda aflicción, el desánimo y la impotencia. Y fueron ellos -recordémoslo-quienes dieron sentido a la vida de Jesús al convertirse en su objetivo, según sus propias palabras y sus actos.

Y, ¿quiénes son y dónde están hoy aquellos abatidos de antaño? Es preciso recuperar la metáfora del Paraíso Terrenal para poder contestar a esta pregunta; para entender que originalmente somos uno en y con Dios, sin separación posible, y que dicho estado o cualidad de la existencia, absolutamente inaprensible para la razón, es sugerido por la citada metáfora del Paraíso. La mencionada cualidad de la existencia es pues nuestro “punto de partida”. Y el propio relato del Génesis, a través del recurso de la “expulsión”, anuncia el descenso o  “caída” desde dicho estatus, registrada en el alma como una gran pérdida y con el sentimiento añadido de que tal daño ha sido provocado por nosotros mismos, por el ser humano. La metáfora del Paraíso y la caída, aluden a un cambio radical que va desde el “sentirse en el corazón de Dios, a sentirse excluido de Él”; con el agravante de la culpabilidad propia, que atrae y justifica la necesidad del sufrimiento como experiencia reparadora. ¿Cabe mayor pérdida?

El ser humano es el resultado de tal proceso; lo cual advierte acerca nuestra  enorme complejidad psíquica, completamente ignorada. Puede decirse que en nosotros vive esa simbólica historia como si realmente hubiera ocurrido, convertida en estructura arquetípica, o impulsos vivientes de los que no somos conscientes, pero influyentes y en muchos casos determinantes de nuestros actos. El relato del Génesis es una metáfora que alude al proceso del alma que encarna; no se nos cuenta porque así sucedió, sino porque así estamos hechos, porque así somos, y porque desde su inspiración silenciosa y su influencia vivimos cada instante de nuestra vida.

Decía San Agustín, conmovido por el drama de la humanidad, que “Hay un vacío en el alma que tiene la forma de Dios, que sólo Dios puede llenar”. Un “sentimiento de vacío”, como una ausencia, provocado por la pérdida del estado de unidad en y con Dios, que nada del mundo puede compensar: ni la riqueza, ni el poder, ni la gloria; nada. Nada ni nadie puede satisfacer esa carencia que a todos sin excepción nos convierte en  pobres; pobres de solemnidad, tanto si  estamos rodeados de honores y de riquezas como si carecemos de todo. Porque la pobreza no es una situación de objetiva falta de medios, sino un sentimiento de orfandad  sembrado en el alma que sólo  resuelve la presencia de Dios. Tal sentimiento es el origen de todas las “pobrezas humanas” conocidas, que incluyen no sólo las carencias, sino también la necesidad y los deseos de satisfacerlas, los cuales derivan a menudo en  pulsiones como la lujuria,  la envidia o  la codicia, conocidas como “pecados capitales”; verdaderos  estados psíquicos incontrolables que nublan la conciencia y son causa de sufrimiento, sin que el ser humano pueda escapar a su dominio e influencia. La vida humana se torna así en algo parecido a una noria; en una suerte de viaje en círculo creyendo que avanzamos porque no cesamos de caminar, cuando en realidad sólo giramos alrededor de un eje, repitiendo y repitiendo experiencias que  cambian en la forma, pero son idénticas en lo esencial.

Este es el vivir humano -el Samsara- en cuyo origen se sitúa  un cambio registrado en el alma como un descenso o caída, una pérdida irreparable y una carga moral de  culpabilidad altamente condicionante y restrictiva que atrae el sufrimiento.  Tal es la base que sustenta nuestra presencia en el mundo y nos ata a él. Y éstos, quienes viven así,  son los  auténticos pobres; estos  son los abatidos de la tierra: nosotros. Todos.

No existen, pues, dos grupos humanos de ricos y pobres, sino uno. Todos somos pobres. Y es esta pobreza íntima la que, por existir en el alma, se manifiesta en forma de falta o carencia de recursos, dando lugar a una categoría social denominada “pobres” -así, a secas- cuando en verdad representan el anhelo más profundo y genuino del alma. Ellos son la punta del iceberg del estado de pobreza de todos. Cada “pobre” que camina sobre la tierra es la “versión” pobre de cada uno de nosotros proclamando nuestra orfandad. Con su testimonio, pues,  no muestran su personal pobreza, sino la ausencia de Dios en todos.

La injusticia social tantas veces denunciada no consiste en el desigual reparto de la riqueza, que es una simple consecuencia, sino en el no reconocimiento de la función espiritual de los “pobres” que debería provocar en nosotros la búsqueda de Dios. En ello radica la injusticia, pues, eludiendo nuestra obligada función mantenemos la manifestación de la pobreza en el mundo. “Pobres, siempre los tendréis entre vosotros, y a mí no me tendréis”, afirmó Jesús aquel día que una mujer derramó perfume sobre sus pies y Judas expuso que hubiera sido mejor dar de comer a los pobres con ese dinero. Con dicha respuesta, Jesús no rehuye la dedicación a los pobres, tantas veces testimoniada con su actividad,  y sí pone en cambio el énfasis en lo prioritario,  señalando el camino que es la devoción a Dios en él representada.

El Papa Francisco sueña con una iglesia para los pobres, y muchos de nosotros también. Pero no es igual atender o cuidar de ellos que erradicar la pobreza; ambas funciones, aunque diferentes, son igualmente necesarias y compatibles, y sobre su práctica descansa el verdadero ejercicio de la caridad. Ayudar a los  pobres que manifiestan su pobreza -los aludidos por Jesús- es bueno y es justo . Mas, es preciso saber que el beneficio de esta buena obra apenas mitiga los efectos de la pobreza, pero no la evita. Si sólo intervenimos a ese nivel, aunque repartiéramos con ellos todo cuanto tenemos seguiría habiendo pobres.

La auténtica caridad va más lejos; más allá de todo lo visible hasta alcanzar la intangible naturaleza del alma, donde “hay un vacío que tiene la forma de Dios, que sólo Dios puede llenar”; para allí conectar con la impresión del vacío, con ese sentimiento de ausencia infinita que a todos nos convierte en pobres…, y sentirse así…, y sentir a los demás hasta que brote la compasión que nos une, y con ella la voluntad de actuar allí donde estemos, con nuestro convencimiento y con nuestros medios, proclamando la buena nueva anunciada por Jesús para que ese Dios íntimo al que llamó “padre bondadoso”, siempre presente en el alma humana, sea por fin percibido por éstos y acabe así su orfandad y la pobreza que de ella nace. Esta es la prioridad.

Como ya he sugerido, quizá estemos en el inicio de un cambio en nuestra manera de vivir, más conscientes y sensibles al dolor de los demás, que también es nuestro. Quizá ha llegado el tiempo de sumar voluntades hacia el objetivo común de la familia humana, desde el reconocimiento de que “ya somos algo común”, que nuestra manifiesta diversidad no debilita. Quizá es el momento de afrontar la necesaria metanoia individual que nos impulse hacia metas más elevadas. Si así fuera, si así es, ayudémonos mutuamente, fundemos en nuestro corazón esa nueva iglesia que no requiere territorios, ni templos, ni oropeles, ni títulos; hagámosla como un sentimiento, donde los pobres -todos- encontremos aquello que sacie nuestra necesidad.

Félix Gracia

domingo, 17 de marzo de 2013

Nuevo Curso, días 21 y 22 de Abril 2013



NUEVO Curso:
Del “NIÑO-DIOS” al “NIÑO-INTERIOR”, y regreso
1ª Parte: vida y evolución humana
                                   
Por: Félix Gracia

La evolución no es un concepto, sino el desarrollo de un Plan; la ejecución de un proyecto en el que somos protagonistas, aunque no únicos. Somos, pues, seres en transición; peregrinos en busca del destino impreso ya en el alma desde antes de emprender el camino. Y, en dicho proceso, la vida humana constituye la crónica detallada de  ese viaje, sensorial e íntimo a la vez, que nos devuelve al punto de partida, cambiados.

Partimos hacia la aventura dotados de un potencial  de renovación y de creatividad tan elevado que ninguna mente humana lo puede comprender, y apenas  es sugerido por las metáforas. Así nos ha llegado el concepto “Niño-Dios”, como expresión de lo intuido por nuestros antepasados acerca de dicha naturaleza original; la potencialidad es pues el punto de partida y, su  realización,  el de llegada. Y entre ambos extremos se ubica la vida, la experiencia de todo lo posible, contenida en la metáfora del “Árbol del conocimiento del Bien y del Mal”, que dará lugar al nacimiento de una realidad psíquica afligida profundamente arraigada en el alma, como un “niño” dolorido y triste que reclama atención y cuidado al que llamamos “niño-interior”; causa real de limitaciones y padecimientos en nuestra vida cotidiana, pero también verdadera antesala en el proceso de realización del “Niño-Dios”.

El Curso que convocamos facilita la comprensión del proceso -que es la vida- en cada una de sus fases desde nuestro origen, y orienta al caminante hacia su realización poniendo especial atención en el “niño-interior”, en su naturaleza, en cómo se origina y manifiesta, en su influencia en la vida de la persona, en cómo comunicarse con él y en la oportunidad evolutiva que representa, en tanto que puente hacia el “Niño-Dios”.


NOTA
: La 2ª Parte de este Curso será impartida los días 15 y 16 de Junio de 2013 y el tema central gira en torno al origen, naturaleza y propósito evolutivo de la enfermedad en general, con énfasis especial en las manifestaciones más frecuentes, como el cáncer, las cardiopatías, las afecciones respiratorias, las alergias, los trastornos alimentarios, las cutáneas, los accidentes


Más info en nuestra WEB: www.felixgracia.com

jueves, 14 de marzo de 2013

EL NUEVO PAPA (o “se busca pastor comprometido”)


“No he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo”
 Jn 12,47


La Curia, siguiendo un simbólico y misterioso ritual, ha celebrado estos días el Cónclave que concluye con  la elección de un nuevo Papa, en medio de la expectación habitual en este caso, pues conlleva el fin de un sentimiento colectivo de orfandad, y muchos otros sentimientos que conviven en él. Entretanto, su antecesor Benedicto XVI, permanece retirado en el silencio y, quién sabe, si sumido en la tarea de reconciliación con lo diabólico que yo imaginé en mi comentario publicado días atrás; en pleno proceso de descenso a los infiernos, a los mundos inferiores donde habita todo lo rechazado o maldecido por la humanidad, no porque sea maldito, sino porque así es juzgado por los humanos que  creen en un dios mermado, dividido. Sigo imaginando al Papa ausente metido en el papel del buen pastor que va en busca de la oveja extraviada, como antes hizo Jesús.

Jesús es el paradigma de la compasión. Descendió a los infiernos -o  ínferos- atraído por el sufrimiento en él existente, y no por cuestiones morales. Porque lo que en él habita no son aspectos o modalidades de la conducta humana abominables, sino estados del alma nacidos  del dolor, la vergüenza y el miedo experimentado por las personas que sufrieron el rechazo o la condena por practicarlas. De esa sustancia está hecho el ínferos, de ese dolor. Lo que vive allí no son entidades perversas contrarias a Dios como muestran las iconografías católicas y se nos ha dicho, sino las almas hijas de Dios que nunca se han sentido así, porque nadie les hizo sentir con su aceptación y su amor que así era. Todo juicio negativo lleva implícita la condena, propia y ajena, porque en el alma humana está ya sembrada la culpa como una predisposición. Y somos nosotros, con nuestros juicios condenatorios hacia los demás, quienes activamos dicha predisposición y quienes sembramos el sufrimiento que ellos sufrirán. Somos nosotros quienes, bajo el pretexto de una moral inspirada en la separación, mandamos a los demás al infierno sin saber que al condenar a otros nos condenamos a nosotros mismos. Así se perpetúa el dolor en el mundo, como sabiamente afirmó el Buda: “Si hay dolor en el mundo, alguien lo sufrirá”.

Jesús, el compasivo, descendió a los infiernos del alma humana, repletos tras siglos de condena de los unos a los otros,  para abrazar a todos los rechazados, excluidos y condenados de la tierra. Y  no lo hizo después de morir, como afirma el Credo,  sino en vida: dedicándose a ellos, compartiendo sus limitaciones y penas, pero anunciando también que otra vida es posible y les aguarda; llevándoles el mensaje de que Dios es un padre amoroso y bueno que cuida, alimenta y protege todo cuanto existe; que conoce sus necesidades y  hace salir el sol y derrama la lluvia para justos y pecadores por igual; que son amados por Él tal cual son porque así los ha creado y  que no pesa sobre ellos ninguna condena;  animándoles a que salgan de la oscuridad, a que  recuperen su dignidad jamás perdida y entren por fin en la casa del Padre. Porque ellos son la oveja extraviada y el hijo pródigo, cuya recuperación es celebrada con una fiesta.

Para eso vino Jesús al mundo. Y lo supo aquel día que en la sinagoga de Nazareth leyó el texto de Isaías: “El espíritu del Señor está sobre mí, pues me ha ungido, me ha enviado para predicar la buena nueva a los abatidos y sanar a los de quebrantado corazón, para anunciar la libertad a los cautivos y la liberación a los encarcelados” (Is 61,1). Dice el evangelista que, Jesús, conmovido tras la lectura, guardó un profundo silencio. Luego, pronunció las palabras: “Esta profecía se cumple hoy”, propias de quien reconoce en ella su personal destino. Ellos, los que sufren, fueron y son su objetivo. Porque el infierno o ínferos  no es  un lugar ni un estado posmorten, sino una realidad presente, una calidad de vida que incluye el sufrimiento. Si sufres, estás en el infierno. Y Jesús lo sabía. Sabía que el infierno, como el Reino de los Cielos están en nosotros, latentes, y cualquiera de ellos puede hacerse real porque la vida humana es así. Y sabía también que el alma queda atrapada en una estructura psíquica de la que es muy difícil salir, si no imposible,  sin la ayuda de “arriba”.

Esta es nuestra realidad conocida por Jesús, este es el escenario donde vivimos: el ínferos, o mundo inferior. En tal circunstancia,  el ínferos, atrapado en esa cárcel psíquica y abatido, eleva su mirada hacia los Cielos en petición de ayuda y su propio desamparo atrae la respuesta del mundo superior. Esa es la Ley.  Y, ese Jesús que hemos conocido, es la respuesta compasiva de Dios que acude en su auxilio; el buen pastor que da la vida por sus ovejas.

Escribo esta reflexión a caballo entre dos momentos: el del humo blanco que pone fin a la búsqueda de candidato, y las palabras que pronunció Angelo Sodano –el Decano de los Cardenales- en el inicio del Cónclave, señalando el perfil de dicho candidato; es decir, el tipo de persona que se necesita o se desea para ocupar ese cargo. Y según ha trascendido de manera oficial, el anciano cardenal,  durante la celebración de la misa Pro eligendo Pontífice,   pidió  “que el Señor conceda pronto a la Iglesia otro buen pastor dispuesto a dar la vida por sus ovejas”.

Sí, ha hablado como portavoz de los sufrientes, de todos los presos y abatidos; ha puesto palabras a la necesidad del mundo: está llamando a Jesús. Solo que Jesús, tras su muerte en el Gólgota, es un “nuevo Jesús”; ya no es un individuo sino un colectivo, un impulso vital siempre presente, un río de compasión entre el Cielo y la Tierra que engloba a miles, tal vez millones de almas que comulgan con él y han tomado el testigo.

Tal vez el nuevo Papa responda a ese perfil específico que, al propio tiempo que permite anunciar el Reino de los Cielos, exige  vivir los aspectos más humanos del alma; tal vez sea capaz -y pueda- acariciar y ser acariciado por los heridos, mirarse en sus ojos y sentir sus penas, mostrarse idéntico a ellos y dejar que aflore su debilidad y su llanto junto a ellos…; porque lo que en verdad nos une no es la fe compartida, sino el dolor que ablanda el corazón.

Tal vez este Papa que procede del Nuevo Mundo sea un indicio del “mundo nuevo” al que aspiramos, y estemos  ante el umbral de un cambio, de un punto de inflexión en la manera de vivir más humana y compasiva. Por eso hoy quiero pensar en mí y en nosotros, los de a pie; en el significado de Jesús en la vida humana que a todos nos concierne, en el infierno que nos rodea y en la necesidad de no sembrar más dolor, sino reconocimiento y estima por todo lo viviente. Hoy quiero pensar que todos somos llamados a la tarea, cada uno en su sitio, y que no somos menos responsables que el Papa ante  la necesaria Redención.

Félix Gracia

sábado, 9 de marzo de 2013

LA MUJER DEL AGUA (o aquí no sobra nadie)


Hace algunas semanas me encontré con una película de esas que pasan desapercibidas, por ser especial. El argumento:  “todos tenemos algo que hacer en la vida, que nadie más puede hacer si no tú”. La película se desarrolla en un bloque de viviendas habitadas por personajes de lo más peculiar -y en algún caso aparentemente absurdos y sin ninguna “utilidad”- a modo de metáfora del mundo donde coexisten magia y realidad. El complejo dispone de una piscina comunitaria en la que un día aparece una delicada mujer, no humana, procedente de un mundo subterráneo que se comunica con éste a través de la piscina. La  joven del agua no puede sobrevivir alejada de su mundo y debe regresar. El retorno, no obstante, exige resolver claves y sortear dificultades y peligros sobrenaturales; situaciones que, al no poder afrontar por sí misma, necesita  ser ayudada. Y no por cualquiera, sino por alguien dotado de una  específica cualidad que le hace ser el único capaz de ello.

La trama de un antiguo cuento japonés, sólo conocido por una persona, permite ir descubriendo los personajes dotados de dicha específica cualidad,  cuya intervención  necesita  la joven del agua para regresar viva a su mundo. Todos ellos son personas conocidas y cercanas, miembros de la comunidad de vecinos, desde el más letrado, al más estrambótico o aparentemente inútil. Cada uno tiene la cualidad precisa “para hacer eso que hay que hacer”, y nadie más la tiene ni podría hacerlo.

Todos y cada uno cumplen  con su rol en la forma y el momento precisos, como ejecutando un elaborado y mágico  plan que se va desvelando paso a paso. Y la mujer del agua regresa a su mundo. Y concluye así la metáfora.

Vivimos encerrados en nuestro egocentrismo y creyéndonos autosuficientes  frente a los demás, cuando no superiores a ellos, porque así parecen confirmarlo nuestros logros personales. Hemos tomado tanto partido a favor de la realidad aparente, que ya no percibimos la magia. Hemos fortalecido el ego hasta niveles tan elevados, que hemos perdido el contacto con nuestros orígenes.

Así es el vivir humano. Pero la verdad es otra. La verdad es que cada uno de nosotros se asemeja a esa mujer del agua, que sólo puede regresar a su mundo con la ayuda de los demás.

Somos seres ilimitados, aunque contenidos. Como una semilla en cuyo seno habita el espléndido árbol que puede llegar a ser. Pero nadie se convierte en árbol al margen de los “otros”, sino gracias a ellos. Somos portadores de un inmenso potencial y del impulso para hacerlo realidad; aspiramos de manera natural hacia algo intuido como más elevado y grande que nosotros mismos y lo buscamos en todo momento de la vida aún sin ser conscientes de ello.  Y en esa magna aventura, no caminamos sin rumbo, sino conforme a un diseño implícito en el alma; un Plan sin fecha de vencimiento pero con un final asegurado a modo de destino cierto.

Nuestros antepasados, sensibles al devenir del hombre en la Tierra,  representaron dicho proceso mediante una cruz. En ella, la aspiración humana está simbolizada por el palo vertical que se yergue hacia el cielo, mientras el palo horizontal alude al ámbito donde la  aspiración se cumple, que es la relación con el “otro”, o con los demás; con el prójimo o “próximo”. La cruz simboliza “el ser humano realizado”, el hombre consciente de su naturaleza original representada por el Adam primigenio, imagen de Dios o Dios mismo; el Hombre Nuevo, consciente de ser  uno en y con Dios. Atman y Brahman reconocidos como el mismo.

El mundo que habitamos es verdaderamente extenso y complejo,  y ello contribuye a imaginar que el ambiente adecuado para realizar nuestro potencial se halla lejos de donde estamos, en otro lugar y con otras personas. Y podría ser cierto. Pero antes de emprender ese viaje en busca del destino, la vida sugiere que miremos primero al que tenemos al lado, al “próximo”. Porque, si está ahí, tal vez posea esa cualidad específica que al igual que los personajes de la película haga posible el regreso a nuestro mundo. Simbólico retorno que equivale a la metáfora del “ser humano realizado”, finalmente cumplida.


Félix Gracia

domingo, 3 de marzo de 2013

JESÚS ANTE PILATO (o la corrupción que no cesa)

 
“¿A quién queréis que os suelte: a Barrabás o a Jesús, el llamado Mesías?
Ellos respondieron: a Barrabás”
Mt  27,17

 
Las cosas no ocurren porque sí, sino formando parte de un proceso. Un objeto no es un hecho aislado, sino parte inseparable de un proceso en el que distinguimos la fabricación del objeto, la elección de materiales, su previo diseño y, antes que todo ello, la idea de su creador. Y es el conjunto de los factores el que determina el resultado final. Así es en todos los casos, aunque  el proceso que antecede a la manifestación de algo no resulte siempre tan obvio o sencillo como en el ejemplo anterior. Es el caso de las manifestaciones no materiales como, por ejemplo,  un estado de ánimo o una conducta personal. En estos casos puede resultar menos evidente la existencia de un proceso que respalda la evidencia, pero existe igualmente y, en el origen del mismo, hallamos siempre una causa generadora que, al igual que la idea originaria de cualquier objeto, es de naturaleza intangible: mental. O más propiamente, psíquica. Es decir, del alma.

Así descubrimos, por ejemplo,  que la enfermedad se manifiesta en el cuerpo, pero ha nacido en el alma. El cuerpo sólo hace visible la existencia de un conflicto en otro nivel. De igual manera, nuestra  forma de actuar, nuestra conducta,  representa, como la enfermedad, el final de un proceso que también se origina en el alma.

En estos días se habla como nunca de corrupción. Los casos de corrupción destapados están por doquier y afectan a instituciones y personas de relieve social, circunstancia que confiere mayor relieve a los hechos y los convierte en  noticia de portada. Así nos enteramos todos de que “la corrupción existe” -como una insólita novedad- aunque por la particularidad de los hechos denunciados y por nuestra ignorancia la asociemos al dinero, como si éste fuera el único modo de corromper, y a las personas actoras, como si sólo ellas fuesen las corrompidas. Y no es así. Corromper significa descomponer, adulterar, pudrir, pervertir, impurificar, degradar, deshonrar, infectar, ensuciar, prevaricar, difamar, oscurecer, malversar, humillar, prostituir, escandalizar, contaminar, quebrantar la moral, defraudar, maldecir…, por citar sólo algún sinónimo. Y quien practica estas acciones comete corrupción. Salga ésta a la luz o permanezca en el anonimato.

La corrupción es la acción y el efecto de corromper o corromperse. Es decir, el comportamiento o conducta -que incluye el pensamiento y la palabra además de los actos- basada en la práctica de alguna de  las acciones enumeradas o de sus múltiples ramificaciones. No obstante, la mencionada conducta no es un asunto estrictamente personal aunque se exprese o practique de ese modo, sino colectivo. La corrupción anida como posibilidad en el alma humana, a modo de cualidad en “estado latente” y por tanto capaz de convertirse en realidad. Como tal cualidad configura una cara de la moneda. En la otra cara se halla su opuesto, que significa ennoblecer, mejorar, sanear, regenerar, edificar, consagrar, purificar, bendecir, santificar…, por citar  algunos sinónimos igualmente. Y el ser humano incorpora  la moneda completa, la doble capacidad.

Esto no es un misterio recientemente esclarecido, sino una verdad desvelada hace milenios. Así, Krishna advierte a Arjuna, en esa joya llamada Bhagavad Gita, que el ser humano incorpora en su naturaleza una doble matriz: divina y demoníaca o perversa, y que podemos dar vida a lo uno o a lo otro. O tal vez, a lo uno y a lo otro, porque ambas matrices o potencialidades existen juntas y se complementan, sin que una de las dos pueda ser excluida o negada. ¡Todo un desafío para el ser humano, llamado a descubrir su sagrada unidad!

Siglos después, Jesús, protagoniza una situación donde ambas polaridades son mostradas al mundo: el Bien o la santidad por él representada, frente al Mal o la perversión que representa Barrabás; la matriz divina frente a la demoníaca. Pilato da a elegir al pueblo a quién liberar, y el pueblo muestra su preferencia: elegimos la corrupción, el Mal. Elegimos a Barrabás.

El suceso, aún pudiendo ser histórico,  trasciende la historia personal de Jesús para convertirse en símbolo. A partir de ese acontecimiento, Jesús y Barrabás dejan de ser personajes históricos  para convertirse  en referentes de dos impulsos contrapuestos que conviven en el alma humana; personificaciones de dos arquetipos o matrices en “estado latente” a los que podemos dar vida o manifestar con nuestros actos; y en evidencia de que la atracción del Mal supera al Bien.

La corrupción que en estos días es noticia de portadas es una llamativa advertencia de que Barrabás está vivo y presente en nuestras vidas, y con él la atracción hacia el Mal. Pero al propio tiempo, también nos indica que existe Jesús. Si el uno existe, el otro también. Esa es la ley de la polaridad. Por ello, la  corrupción presente, que habla de sí misma afirmando la existencia del Mal y su poderoso atractivo,  también representa  la oportunidad de mirar al otro lado de la moneda donde vive Jesús, que es la opción de dar vida a los aspectos más nobles y puros del alma: el Bien.

La opción del Bien se moviliza en el alma arrastrada por el Mal evidente. La apetencia de aquél se hace mayor cuanto más protagonismo alcanza éste, porque la radicalización de un polo potencia su opuesto facilitando así su inevitable despertar. Por tanto, el protagonismo de Barrabás mantiene vivo al Jesús latente, quien con absoluta seguridad saldrá a la luz, impulsado, paradójicamente, por la misma fuerza que lo mantenía oculto.

Esta dinámica a favor del Bien moviliza el deseo de hacerlo presente, manifiesto o real, y suscita en nosotros un ansia por alcanzarlo basada en la creencia tácita de que para lograrlo hay que eliminar su opuesto; premisa fundamental  que expresamos en forma de negación,  rechazo y  condena del Mal manifestado. De este modo, nos volvemos críticos y censores de todo cuanto no encaja en nuestra idea del Bien, convirtiéndonos en condenadores de aquello mismo que ha movilizado nuestra conciencia hacia lo presentido como “mejor”, sin sospechar que la solución no está en la condena ni en  la destrucción del opuesto, sino en su reconocimiento, en la aceptación de su necesaria e inevitable  presencia, porque sirve a la opción de vida basada en la polaridad, que es la vida humana.

El sueño de un “mundo nuevo” no se realiza a través de la confrontación ni de la lucha contra lo opuesto a nuestro ideal, sino mediante la comprensión de su existencia y el reconocimiento de su función en la Creación, donde cada cosa es significativa. Todo intento por eliminar un polo resulta inútil. La vida humana consiste en experimentar los extremos, desde el sufrimiento al gozo, desde el blanco hasta el negro pasando por los incontables matices del gris. La vida humana es así, el mundo es así, y no hemos venido a él para cambiarlo, sino para cambiar nuestra visión reconciliando los opuestos. El “mundo nuevo” por el que soñamos no es un lugar, sino  un estado nuevo del alma: ése donde todo es reconocido perfecto, adecuado y santo, porque nació bendecido por el Creador.

Para cumplirse, este gesto exige una elevación del nivel de conciencia del ser humano que trasciende todas sus identificaciones personales, hasta alcanzar “el punto de vista de Dios”. En ese espacio intangible del alma, todos los dilemas desaparecen y sólo existe la unidad que se manifiesta de incontables formas, como las facetas de un único diamante. En ese inefable lugar, el Reino de los Cielos, como el sol o la lluvia, es derramado por igual sobre justos y pecadores: caras opuestas de la misma moneda que caminan juntos sin conocerse, enfrentados, enemistados, ignorando cada uno la razón de la existencia del otro.

En ese instante sin tiempo en que a través del Mal descubrimos el Bien y  comprendemos que ambos son aspectos diferentes del Todo Creador, percibidos y experimentados separadamente por los seres humanos porque esa es la cualidad fundamental de la vida expresada por la metáfora del “Árbol del conocimiento del Bien y del Mal”, uno tiene la tentación de repetir el juicio ante Pilato y contestar a su pregunta sobre a quién liberar, de la manera en que siento lo haría Dios: “A los dos”.

 
Félix Gracia