visita nuestra web:

sábado, 23 de febrero de 2013

LA RENUNCIA DEL PAPA ( o el Diablo redimido)


El Papa ha dicho que se va, alegando motivos personales sin duda ciertos, como su falta de vigor físico y mental para conducir la nave. La noticia, inesperada, ha ocupado  los medios informativos durante días y dado pie a todo tipo de especulaciones.

No es frecuente que un Papa dimita. Lo habitual es que su reinado concluya con su muerte, pero no con la renuncia en vida. De ahí que la decisión de Benedicto XVI  sea la excepción, y con ello resulte más noticiable incluso que la muerte, pues sugiere la existencia de alguna razón o causa igualmente excepcional que la motive.

Y es el propio Benedicto XVI quien  desvela el  trasfondo que inspira su decisión al anunciar “la existencia de divisiones, rivalidad y luchas de poder en el seno de la comunidad clerical”. Éste parece ser  el verdadero motivo: la división interna. Nada nuevo, por tanto,  ni excepcional, pues la división es inherente a la vida humana y está en la raíz de nuestras motivaciones, de nuestro comportamiento y de nuestras obras. La división entendida, no como el acto de repartir, sino como estado del alma que percibe y experimenta todos los elementos de Creación separados entre sí, y no la unidad subyacente que los aglutina haciendo de las partes el Todo.

Este es el sentimiento que nos hace creer y sentir que el “otro” no tiene que ver conmigo y que su presencia constituye una amenaza para mí, para mis intereses u objetivos, y justifica que me proteja ante él o que lo ataque en defensa de lo mío. Este es el sentimiento que genera esa ética paralela a la que me referí en otro artículo y que llamamos egoísmo. Este es el sentimiento que convierte a los demás en “ajenos”, cuando no   en rivales o enemigos potenciales, y hace posible la confrontación y aún el exterminio del rival, sin percibir la señal de que el daño causado a alguien es a la vez daño propio.

Al anunciar el Papa la existencia de divisiones, de rivalidad, de confrontación y de luchas de poder en el seno de la Curia, está proclamando  que el sentimiento al que me refiero en párrafos anteriores habita en el corazón de la comunidad eclesial, que es a su vez, el corazón de la Iglesia Católica.


Tal vez suponíamos que el núcleo “representante de Dios en la Tierra” era un hecho aparte, libre de la atadura que nos limita y condiciona a los demás como si de una maldición o un destino inexorable se tratara; algo así como una Creación exclusiva, un reducto aislado y puro protegido frente a la contaminación psíquica del mundo. Y resulta que no es así, que no existe tal exclusividad y que allí se respira el mismo ambiente que en nuestras casas, en nuestras calles o en nuestro lugar de trabajo.

Las palabras del Papa revelan que, más allá de las apariencias, los seres humanos somos igualados no sólo en la muerte, sino también en el vivir. El estado de separación, anida en el alma humana y se extiende por todos los ámbitos sin excepción, confirmando que la vida  se cimenta en una sóla ley y que no existen privilegios en función del cometido, pues todos son igual de valiosos y necesarios ante los ojos de Dios.

El  ambiente que menciono más arriba  alude a algo intangible, psíquico, que es el estado de separación  subyacente en el alma. Y su nombre es “Diablo”. Nombre adecuado para definir su naturaleza, pues procede del latín diabolus y del griego diábolos, que significan dividir, separar. El Diablo, pues, no es una entidad, sino una función: la de dividir o separar, que muestra las partes del Todo y genera la sensación de independencia de dichas partes frente a la Unidad subyacente. Así “nacemos” como individuos aislados, egocéntricos y egoístas; y así se abre la puerta a la experiencia humana reflejada en la metáfora del “Árbol del conocimiento del Bien y del Mal”, que augura la presencia de los polos opuestos en el vivir, y la consiguiente sociedad hecha de luces y sombras. Por tanto, allí donde la división -o cualquiera de sus consecuencias- se manifieste, está sin duda “presente” el Diablo.

Y el Papa, a juzgar por sus palabras,  ha descubierto que el Diablo habita en el Vaticano haciendo de éste una empresa difícil de gobernar, o tal vez imposible. Quizá el Papa, al igual que nosotros, abrigaba la creencia de que allí sólo habitaba el Espíritu Santo, porque Dios habría hecho para sí mismo un reservado en la Tierra diferente del resto. Pero resulta que allí también mora el Diablo, tan aparentemente distante del Espíritu Santo según nuestra  creencia. ¿Participaba el Papa de esta creencia común, o sabía ya que Dios no es una entidad arbitraria ni caprichosa, sino “un poder eternamente viviente y eternamente creador” que incluye en su inaprensible naturaleza todos los mundos, materiales y espirituales, habidos o por haber; que todos los extremos son facetas de Sí igualmente santas; que nada existe fuera de Él y que en todo lo creado se complace y ama por igual? Tiendo a pensar que el Papa, este Papa, conoce muy bien a Dios y, por tanto, la función de separación a Él perteneciente y que llamamos Diablo, declarada no obstante maldita por la misma institución que él representa; lo cual equivale a declarar excluida de Dios a una de sus partes, o que Dios está “diabolizado”.  

El mantenimiento de esta creencia hace del dios del catolicismo un dios incompleto a quien se le enfrenta un poderoso rival: el polo opuesto creado con todo lo que le hemos “quitado” a Él. Ese dios no  es Dios. El Dios en el que yo creo no tiene rivales, porque no hay nada fuera de Él y todo cuanto existe es Él manifestado en incontables formas. Sólo existe Dios. Y, si a día de hoy existe algo que aún no hemos reconocido como perteneciente a Dios, estamos en deuda con Él.

Esta reflexión nos acerca al sentimiento de Orígenes de Alejandría expresado en el concepto denominado apokatastasis, o gran reconciliación universal; acto supremo de restauración de la Unidad en virtud del cual todo lo disperso queda integrado en la naturaleza de Dios, sin que nada haya sido perdido, ni excluido, ni separado. Y, tal vez nos acerque asimismo  al sentimiento del Papa que inspira su renuncia. ¿Comparte Benedicto XVI la visión de Orígenes, que en su caso le obligaría a levantar la excomunión que pesa sobre el Diablo? ¿Acaso no es este mismo mensaje el que transmite Jesús al referirse a la oveja extraviada, sin la cual no está completo el rebaño?

Desconozco si el Papa participa de este sentimiento. Pero voy a imaginar que sí; que interpreta la parábola de Jesús como una alusión personal donde deviene “buen pastor”, y que su retirada no es una renuncia, sino una estrategia que necesita de la soledad para descender al rincón más profundo del alma y allí vivir el proceso de encuentro con esa función rechazada, para sentir el dolor del desprecio en ella acumulado y, luego, en nombre de cuanto él representa, abrazarla como una madre abrazaría a su hijo más necesitado.


Félix Gracia

domingo, 17 de febrero de 2013

RETENER

Decía en artículos anteriores que el aliento de vida se manifiesta en forma de respiración y que, ésta, por constituir la base de la vida, también indica la cualidad o naturaleza de la misma. De este modo se pone de manifiesto que la vida es ritmo, alternancia entre la inspiración y la espiración, entre el tomar y el dar.

La cualidad de algo alude a la naturaleza esencial de ese algo, a lo que es permanente en él porque es inmutable. La cualidad de una cosa es el principio o ley  que la hace ser lo que es, y no otra cosa. De esta manera, cuando decimos que la cualidad de la vida es  “tomar y dar”, estamos reconociendo que el acto de vivir es un ejercicio inevitable y continuo de dicha alternancia, que esa es la ley  y que no puede ser de otro modo.

La respiración es un marcapasos biológico anunciador del orden sutil que sustenta a la vida, y el medio a través del cual el alma proclama su vocación. Tomar y dar, recibir y conceder, coger y dejar…Este es el principio ético que define al hombre y el rasgo esencial de nuestra naturaleza. Estamos diseñados para realizar un viaje a través de la experiencia, sin detenernos en ningún lugar; configurados para compartir esa aventura con todo cuanto ha sido creado y que percibimos ajeno, para relacionarnos con ello y acabar descubriendo que los otros no eran otros, sino el mismo bajo otro aspecto. Y que ese mismo es la unidad de todos, sentida por cada uno.

Detrás del principio ético que nos anima, formulado de manera explícita por la alternancia del tomar y el dar, se anuncia implícitamente la existencia de un tercer factor consistente en “no retener”. Retener, conservar, guardar, son actitudes que bloquean el flujo y perturban el ritmo que mantiene el orden en la vida. Y dichas actitudes, pese a perturbar el orden de la vida o tal vez por ello mismo, se hallan presentes en la raíz de nuestras motivaciones, originando  una ética paralela que llamamos egoísmo. O actitud que busca la satisfacción de “lo mío”, aún en detrimento de los demás.

El egoísmo no busca compartir, sino tener el máximo para sí mismo. Retener. Con esta actitud marginal  no se anula el impulso natural de la vida, no se paraliza el ritmo. Pero quedamos expuestos a sus consecuencias manifestadas en forma de dificultades, frustraciones, enfermedad, sufrimiento…

El dolor en cualquiera de sus formas, no es un castigo, sino una advertencia. Enfermamos o sufrimos, no porque seamos “malos”, ni porque exista un Dios castigador, sino por ser ignorantes; por vivir sumidos en el estado de avidya, que impide reconocer el orden sutil que nos alienta y nos hace uno con todo lo creado, favoreciendo contrariamente la creencia insana de que “teniendo yo más viviré mejor”.

Otro mundo es posible. Pero sólo después de un cambio radical en nosotros, de una metanoia

Félix Gracia

lunes, 11 de febrero de 2013

ALIENTO DE VIDA (2)



El aliento de vida nos hace seres animados, sensibles, humanos, y se manifiesta en forma de respiración. Y, puesto que constituye la base de la vida misma, también indica su cualidad. Así comprendemos que la vida es ritmo, polaridad, alternancia de movimiento que se repite…, y repite…, sin fin. Respiramos. Tomamos aire y soltamos; inspiramos…, espiramos… Así, una vez, otra vez…, otra vez… Tomar…,dar…, tomar…,dar…, tomar…, dar. Esta es la cualidad de la vida humana y, por tanto, la instrucción que subyace en el alma; el modelo que  inspira  nuestra manera de vivir: tomar y dar. Dos polos o fases de una sola cosa, que es el aliento de vida, el cual  percibimos y experimentamos en forma de respiración. Es decir, de manera polarizada, experimentando los extremos alternativamente. Pero no la unidad de ambos, no el intangible aliento mediante el cual Dios se hace presencia en el hombre.

En el artículo “EL SUFRIMIENTO ÚTIL”, publicado hace unos días me referí a los dilemas como algo inherente a la vida humana. Dije que no es posible instalarse en uno de los polos rechazando el otro, porque ambos constituyen una unidad y van juntos. A lo comentado entonces puede añadirse lo que expongo en el párrafo anterior respecto a la respiración.

La inspiración y la espiración existen unidas, van juntas; la una existe porque existe la otra, y no es posible establecerse en una sola. No es posible sólo inspirar y retener lo inspirado, ni tampoco espirar y quedarse así. En ambos casos se produciría la muerte, porque esa errónea actitud “desconecta” al ser humano del aliento que le hace vivir.

La vida humana se nos muestra a modo de dilemas continuos porque la base de la vida, manifestada en forma de respiración, así lo es. La Creación es una y todo cuanto existe constituye una unidad. Pero la opción del “Árbol del conocimiento del Bien y del Mal” que define nuestra vida en el mundo, impone la experiencia de los extremos, de los polos opuestos, como camino al conocimiento de dicha Unidad.

Félix Gracia

jueves, 7 de febrero de 2013

ALIENTO DE VIDA



“Modeló Dios  al hombre de la arcilla y le inspiró en el rostro
aliento de vida, y fue así el hombre ser animado”
(Gén 2,7) 

Respirar es vivir. Un acto de respiración nos incorpora al mundo y otro  nos saca de él. Y entre uno y otro movimiento, queda contenida la vida humana. La respiración nos introduce en el mundo, nos mantiene en él y finalmente nos saca. Antes de llegar a él, el mundo ya respiraba; y cuando ya no estemos aquí, el mundo seguirá respirando. Por eso la respiración no es algo personal, no nos pertenece; existe, como algo inherente a la Vida que nos acoge, nutre y acompaña, sin que en todo ello medie nuestra voluntad. No respiramos porque queramos hacerlo, sino porque lo impone la Vida. Respirar es vivir y vivir es respirar.

Somos seres animados, vivientes,  provistos de ánima, o alma; bendecidos por el “aliento de vida” citado en el Génesis, que nos hace miembros de la Vida.  Existimos en el seno de la Vida en virtud de una gracia. Habitamos en el corazón de Dios donde existen todos los mundos, todas las realidades, todos los sueños, todos los seres… Compartimos con ellos la estancia y los medios; respiramos juntos, compartimos el mismo aire, a través del cual el “aliento de vida” se renueva y mantiene.

Por eso la respiración no es un acto mecánico, sino un signo de pertenencia, un vínculo con algo mayor inclusivo de todo cuanto respira que nos hace seres animados, vivientes. Respirar es vivir,  vivir es pertenecer, y pertenecer es compartir. Y, el fundamento esencial de ello, es el  aliento o anhelo insuflado por Dios como un don inherente a nuestra naturaleza, sin el cual nada éramos y  nada seríamos.

El acto de respirar nos recuerda a cada instante que existimos en el seno de la Vida, o de Dios, donde existe toda la Creación como algo único y total; que pertenecemos a ese Todo junto al resto de las criaturas, con quienes compartimos una naturaleza común, aún  sin ser conscientes del vínculo que nos identifica y nos une, entre nosotros y con Dios. El acto de respirar mantiene indeleble el vínculo que une a las almas con su Creador, mientras aquéllas consuman la experiencia de una vida humana desde el no recuerdo de su dignidad, de su naturaleza y origen verdaderos, y creyéndose que son otra cosa., que viven separados de Él y que son culpables de dicha separación.

El acto de respirar es el testigo y la consecuencia del aliento que habita en el hombre, del anhelo capaz de elevarnos más allá de nuestros límites personales, hasta reconocernos en todo lo demás. Y es la esperanza de que un día se hará realidad.

Respiremos todos…, respiremos.


Félix Gracia