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jueves, 7 de julio de 2011

MÁS ALLÁ DE LA INDIGNACIÓN Amanece en la Puerta del Sol (3)

El desahogo es el remedio para las penas y para la rabia que a menudo  las acompaña. El desahogo es terapéutico, libera al alma atenazada y abre cauces a la renovación. Por eso es necesario y bienvenido cuando llega, aún a riesgo de resultar caótico, desconcertante e incoherente como todo lo que no nace de la razón, sino de la necesidad del alma, cuya satisfacción tiene prioridad frente a cualquier iniciativa.

Pero el desahogo no ha de ser el fin, sino el paso necesario hacia una  disposición del alma libre de sentimientos de agravio y de la rabia por ellos  generada; una suerte de puesta a punto que nos libere del peso de viejos  condicionamientos y facilite una más clara visión de las cosas. Tras el desahogo, liberados de la ira y del rencor que empañan la relación con los otros, la innata creatividad y el poder de renovación inherentes al ser humano pueden ser más fácilmente orientados hacia iniciativas que mejoren la convivencia y propicien esa vida más equilibrada y justa hacia la que instintivamente tendemos.

Viene a cuento este comentario en apoyo -una vez más- de aquellos que muestran su militancia a favor del cambio manifestando su protesta en las calles, porque en su actitud anida la queja del alma colectiva que por fin encuentra un cauce para su desahogo. En su apoyo -digo- y como reflexión surgida tras los incidentes de Atenas. Porque, si nos instalamos en la protesta, en la denuncia y en la exigencia de cambios inmediatos - todo ello inspirado o nacido del enfado-, creyendo que el cambio consiste en modificar lo de afuera mientras mantenemos vivas nuestras viejas estructuras mentales, erraremos en el blanco.

En Abril de 2010, publiqué un comentario en este mismo blog bajo el título “UNA MIRADA AL MUNDO”, en el que me referí al índice que utiliza el Sistema para medir el progreso, al conocido PIB (Producto Interior Bruto), el cual constituye una sugerencia real y un impulso a favor del consumo basados en  el implícito mensaje de que “a mayor consumo corresponde mayor bienestar”. Tal supuesto es falso y a la vez incompatible con la limitación de recursos del planeta. Pero su verdadera gravedad radica en el hecho de que dicho convencionalismo no  es un invento del Sistema,  sino una  aplicación  directa de algo que existe previamente en el alma y es consustancial al hombre: el deseo inherente a la naturaleza humana y su secuela, llamada codicia, que nada -ninguna cosa, ninguna cantidad- puede saciar. Nada humano puede satisfacer ese deseo arraigado en el alma porque es anterior a todo lo humano; porque nace de una necesidad que ya traemos cuando llegamos al mundo, de una añoranza, de un sentimiento de pérdida, de un vacío inconmensurable… San Agustín acertó al referirse a ello con estas palabras que hoy hago mías: “Hay un vacío en el hombre que tiene la forma de Dios, y que sólo Dios puede llenar”. El “vacío” de Dios es el origen de la necesidad, y todas las categorías del deseo nacen de la búsqueda de eso que falta. Pero lo buscado, la pieza que encaja en el vacío, no se halla entre los elementos que computa el PIB, ni en la ética consumista que inspira, ni en su idea de progreso, ni en su visión de la Humanidad.

Todo cambio nace de adentro, del alma. Y no hay cambio posible en el mundo si antes no lo hemos llevado a cabo en nosotros mismos, en nuestra mentalidad, en nuestra escala de valores, en nuestras prioridades… Hoy, el orden mundial es llamado a revisión, pero la primera revisión a practicar es la nuestra. En esta tarea, y a diferencia de antaño, tal vez ha llegado la hora de “consumir menos para vivir mejor”,  buscando dentro de nosotros -y no fuera-,  los recursos nunca antes utilizados que alimenten el deseo hasta saciarnos de Dios.

El camino no es la revolución, sino la metanoia.